Mi tía Susana era prima hermana de mi padre, y fue muy conocida en
su ciudad, Caraz. Era llamada cariñosamente señorita Susana pues a sus más de 8
décadas no había encontrado a su pareja ideal, y no porque no pudiera; sino
porque decidió llevar una vida diferente: Encomendada a su Dios, a sus
familiares, a sus mascotas y a su comunidad. Nunca le pregunté si alguna vez
estuvo enamorada, pero una prima me contó que en su juventud, mi tía fue una
soltera a quien no le faltaban pretendientes, empero; su corazón le pertenecía
a un célebre escritor caracino. Sin embargo, dicha historia acaba allí, en suspenso; y los
calendarios pasaron infrenables hasta la fecha en la cual tuve la suficiente
edad como para tener una conversación con ella, hace unos 24 años. Cuando la
conocí, ella vivía sola en su domicilio con su perro, sus gatos y sus tortugas,
a los cuales amaba. Cada vez que yo iba a Caraz la visitaba pues era muy grato
hablar con ella, incluso el escenario era propicio para pasar un momento ameno
e interesante. Su casa siempre la veía con un halo de misterio y curiosidad que
me fascinaba. Tenía pasadizos secretos, cuartos con objetos muy antiguos,
cuadros curiosos, una colección inmensa de santos y estampillas. Incluso su
sala estaba envuelta en perfume extraño, pero agradable; no sabría cómo
describirlo pero sé que si el pasado tuviera un olor; sería ese. Además su
jardín era maravilloso, con toda clase de plantas y flores que se extendían
hasta lo alto de un muro que marcaba el fin de la residencia. Cuando me mudé de
niño a Caraz por una temporada algo prolongada –unos cuatro años- me encantaba
pasar las tardes con mi tía; a quien iba a visitarla con mi hermano y la señora
que nos cuidaba los días que mis padres trabajaban; pues podíamos jugar en su
amplio patio y luego tomar lonche todos juntos mientras veíamos en el televisor
‘El Chavo del 8’ o ‘Mujer: Casos de la vida real’. Los domingos, mi mamá
invitaba a mi tía Susana a almorzar a mi casa, a comer en los clubes campestres
que se encontraban a las afueras de Caraz, de paseo al campo o a visitar a
nuestros ancestros al cementerio, lugar en el cual ella solía dirigir las
oraciones. Ella era una mujer entregada a la religión, y tal como dijo el
obispo en su misa de honras; siempre se
encontraba en oración e incluso se sabía el rosario de memoria –para mí todo un
logro-. Muchas veces fui a misa con mi tía, y debo admitir que fue la persona
con quien más veces he ido a una iglesia. Por alguna extraña razón, era
divertido y para nada aburrido ir con ella al ‘Templo de Piedra’ de la ciudad,
o a ‘La capilla de los Hermanos Franciscanos’ a recibir sermón dominical.
Quizás tenía la habilidad de contagiar esa espiritualidad, y motivar a quienes
estaban con ella a mantener viva la fe. Pero su apego a Dios no era vacío, como
el de muchos hipócritas que se golpean el pecho en la iglesia y luego buscan la
forma de cómo aprovecharse de los demás. Mi tía, en contraste; tenía una gran
vocación por el servicio al prójimo: luego de jubilarse, apoyó ad-honorem al
‘Botiquín Parroquial’ de la ciudad, que vendría a ser como una botica dirigida para
las personas de bajos recursos y administrada por la Iglesia. Ella asistía a
sus turnos puntualmente, como si se tratara de un trabajo más, y siempre
atendía con una sonrisa a quienes llegaban a lugar buscando algún medicamento.
Los calendarios volvieron a pasar como cartas barajeadas, y el
ciclo de la vida lastimosamente es infranqueable. Desde que me mudé a Lima,
veía a mi tía Susana esporádicamente. Cada vez que iba de visita por Caraz, me
daba mis escapadas para charlar con ella, como lo hacía cuando era niño. Pero
el dolor empezó a invadirme cuando, cada año que regresaba, veía a mi tía cada
vez más cansada. Cansancio que poco a poco fue despegándola de la realidad y
llevándose, entre muchas cosas, su vista, su oído y sus fuerzas. Ella ya no
podía asistir a sus turnos en el botiquín, ni podía ir a ponerle flores a la
tumba de sus padres, como lo había hecho religiosamente cada semana. Me entristecía, ver que aquella soledad que
jamás le había incomodado ahora se volvía una amenaza para su salud, pues era
consciente de que sus limitaciones podrían hacer que en cualquier momento la enorme
casa termine siendo demasiado para ella. Algunos tíos deseaban traerla a Lima,
pero mientras mi tía Susana se mantenía lúcida, ella era firme en su idea de
vivir y morir en Caraz. No obstante, la situación se tornó cada vez más
complicada, y cuando ella tenía la cordura casi diluida, tuvo que ser
trasladada irremediablemente a la capital para que pueda estar bajo cuidados
que no podría recibir en su ciudad natal. Mis tíos la establecieron en un
centro de reposo, en el cual estuvo tranquila hace un mes, cuando una
inesperada neumonía le permitió descansar para siempre. Una de las últimas
veces que pude charlar con mi tía, noté que ella solo aguardaba el momento.
Hablaba como si su misión en la tierra ya hubiera acabado, y solo esperaba la
hora en la cual partiría. Mi madre me dijo que, antes de que la trajeran a
Lima, mi tía Susana oía los ecos del pasado en su casa, oía su niñez, oía su
juventud, oía a su mamá hablándole en sus solitarias tardes, a su papá
murmurando en el desayuno. Quizás cuando nos acercamos al final de nuestra
historia, empezamos a traer al presente los mejores recuerdos de nuestra vida,
y los vivimos una y otra vez hasta que al fin nuestra alma se traslada a dicho
momento.
En estos momentos mientras se celebra la misa por los 30 días, deseo
pensar que mi tía ha tomado un bus hacia Caraz y ha vuelto a su simpática casa,
ha tocado la puerta y le han abierto sus padres con una sonrisa; fue rodeada
por todas sus mascotas que también se fueron y todos juntos pudieron disfrutar
una tibia tarde más en aquel patio lleno de plantas y flores. Quizás más temprano
que tarde, también yo los pueda visitar, y nos podamos tomar un lonche mientras
charlamos en una de esas tardes que el sol arropa suavemente las montañas que
rodean el callejón de Huaylas. Hasta siempre tía Susana, tía Tanita, tía Shushy.
En memoria de
Susana Rodríguez Tarazona; una extraordinaria tía y una extraordinaria mujer.
Los dejo con de Slugar for the Pill de Slowdive
Les escribió Joss! Quién siempre recordará las voces del ayer.