Era otoño del
2003, mis padres, mis hermanos y yo fuimos a un recreo campestre a las afueras del
pueblo para disfrutar de un domingo familiar. El día transcurría con
normalidad: nos dimos un chapuzón en la piscina; jugamos en los columpios; dimos
una pequeña excursión por el bosque; almorzamos. Ya por la tarde, nos
recostamos en el pasto para descansar después de un día tan divertido. Pero bajo
los rayo del tibio sol, apareció la figura de un pequeño perrito que interrumpió
la cotidianidad de mí domingo. El diminuto can era fruto de la combinación de
muchas razas, tenía el pelo color mostaza pegado al cuerpo y un hocico
puntiagudo. Caminaba con la cola entre las patas, se notaba asustado al ver a
la gente del lugar. Yo me acerqué a él con curiosidad. Cuando lo revisé
minuciosamente pude notar que estaba bastante desnutrido. No obstante, lo peor
fue encontrar algunas llagas que eran causadas por aquella enfermedad llamada
sarna. Lo veía tan triste y asustado bajo el atardecer. La gente no se inmutaba
ante aquel cachorro, muchos ni siquiera se daban cuenta de su presencia, otros
lo espantaban cuando este se les acercaba esperanzado de que alguien le dé un
poco de comida. Ver aquellas escenas me abatía, pero por otra parte no sabía
que hacer exactamente. Me limité a seguir viendo al perrito en su trajín por
encontrar un poco de comida, hasta que recordé que en una de las mochilas que
habíamos llevado al recreo campestre yo había guardado un paquete de galletas de
soda. Apresurado busqué el paquete, y al encontrarlo opté por abrirlo y partir
las galletas en pequeños trozos. Me acerqué al pequeño perro y le ofrecí los
pedazos de galleta, los cuales este devoró agitadamente; tenía mucha hambre. -¿Cuánto
tiempo habría estado sin comer?- me preguntaba. Una vez que comió todo lo que
pudo, el pequeñín me siguió a través del recreo el resto de la tarde. Pude
verlo más animado, más vivo, agitaba la colita cada vez que lo llamaba. Él estaba
feliz.
Pero lastimosamente
llego la hora de irnos del lugar. Mi familia y yo nos dirigimos a la salida del
lugar, y detrás de nosotros nos seguía el pequeño perrito. Al salir, el pequeño
nos persiguió por el camino que llevaba a la carretera. Le pedí a mi madre si
podíamos llevarlo a casa, ella se negó puesto que ya teníamos a mi perrita
Motta en ese tiempo, me dijo que no podríamos mantener a una mascota más. Le
pedí que por favor lo hagamos pues el cachorro estaba muy débil, pero ella siguió
negándose pues tenía una enfermedad contagiosa y podría enfermar a mi otra
perrita. Le pedí a mi padre que interceda por mí, pero también se excusó afirmando
que no podríamos darle tratamiento a aquel pequeño perro. Yo lo veía, y el chiquitín me veía con ojos brillantes, tal vez
emocionado de que por fin había encontrado a una familia. Mi corazón se
quebraba más cada segundo que pasaba. Llegamos a la carretera y nos paramos al
lado de ella, esperando a que alguna moto taxi nos pudiera llevar. Quería
inventar alguna justificación, algún argumento que convenza a todos de que deberíamos
llevarlo con nosotros, pero no encontraba nada en mi cabeza. Quería simplemente
alzarlo y llevármelo a la fuerza a casa. Pero yo era tan pequeño aquella vez. Y
sentí que todos mis sentimientos se abollaron cuando mis padres me pidieron que
suba a la movilidad que habían parado. Subí en silencio mientras lo veía por
última vez sentadito en aquel lugar, bajo el cielo casi oscuro, con lo sueños
de tener una familia y una vida feliz rotos por completo. Abandonado un día
más, con la muerte tras sus patas, ignorado por todo humano que pasaba a su
lado. Lo podía ver en sus ojos, mientras me alejaba. Él solo deseaba una familia,
pero yo no se la pude dar.
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Después de tiempo, por no decir siglos, volví a escribir. Necesitaba hacerlo. Los dejo con Party Police de la banda ALVVAYS.
Les escribe Joss!, el que no puede dejar el pasado atrás.
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Después de tiempo, por no decir siglos, volví a escribir. Necesitaba hacerlo. Los dejo con Party Police de la banda ALVVAYS.
Les escribe Joss!, el que no puede dejar el pasado atrás.
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